viernes, 2 de septiembre de 2011

El niño y la pelota... Ninfa Duarte




Colón y Lérida, una esquina como otra cualquiera de nuestra ciudad, con su caserío humilde y su historia repetida…

En la tarde lila, por la callejuela del barrio pobre, descansaba José Manuel, sentado en el cordón de la vereda, mirando pasar el tiempo con despreocupación. Era domingo de enero, caliente y bochornoso. Una larga siesta se desperezaba sin apuros bajo los árboles de la acera vacía.

Más allá; casi en la esquina opuesta, jugaba embelesado un niño alegre con su pelota , corriendo tras la ilusión… Era tan linda, tan nuevecita, tan colorida… Soñaba, tal vez, ser un gran jugador, quien sabe…

El desafiante sol del verano, ponía una caricia amarilla de calor sobre el paisaje tranquilo. La nota de vida estaba en aquella inocencia que corría contenta arriba y abajo, detrás del balón, con una sonrisa feliz pintada en su rostro.

Jugaba solo y transmitía al mismo tiempo imitando la voz de algún cronista conocido.

Un pase al costado, otro a la derecha, ahora una picadita y después la chilena: la canchita improvisada se convertía a veces en un estadio vibrante de público y él en medio del equipo gambeteando su destino.

-¡Qué poco necesita un niño para ser feliz!

Pero quiso la tarde y su destino que en ese instante, como exhalación, surgiera de la nada el bólido fatídico, negro, cuatro puertas, veloz, cortando el aire… un agudo claxon, el chirriar de frenos, las ruedas que no responden… el niño quedó clavado inmóvil en el pavimento.

La pelota ignorante de todo, siguió su carrera calle abajo, sin mirar atrás, sin saber que ya nadie la seguía para detener su paso. Su destino redondo lo empujaba más allá del dolor. Era el fin del partido aquella tarde.

El coche siguió su carrera asesina, sin importarle nada, ignorante de todo. Una estela de polvo enlutado quedó flotando sobre el asfalto caliente mojado de sangre, en la tarde lila, por la callejuela de la muerte.

José Manuel trataba en vano de encontrar un hálito de vida en aquel montoncito de carne rosada y tibia que temblaba aún entre sus brazos, pero la angustia crecía sin respuesta.

La dama de la guadaña se lo estaba llevando. Levantó la vista buscando ayuda y encontró a todo el vecindario espantado en torno… y por la expresión de sus rostros se convenció que ya no había nada que hacer.

En la tarde lila por la callejuela de aquel barrio pobre, lloraban las vecinas y lloraba la madre; un llanto desesperado, cargado de ¿por que’s? de increíble dolor La fatalidad es muda, no tiene respuestas, sólo llaga sin avisar, y se lleva lo que viene a buscar… ahí va silenciosa con un niño en brazos, caminando lenta, rumbo al más allá.

El pelo revuelto, la sonrisa helada, un hilo de sangre corría de sus labios que hasta hacía un minuto transmitía el partido del siglo, con su vocecita de miel. La corriente fue cortada por una mano invisible, cruel y el partido acabó sin gol.

Duerme el niño junto a la asombrada pelota, un sueño inocente muy cerca de Dios, rodeado de querubines alados que lo invitan a continuar el juego.

Afuera, la pálida luna pone un beso de verano caliente, sofocante sobre aquel dolor, arrastrándose lenta y callada sobre el pavimento celestial, en espera del nuevo huésped.

En la noche morada, por la callejuela, se acerca un cortejo de niños, que silenciosos rodean el ataúd blanco y callado, juntan sus manos elevando una plegaria por el amigo que ya nunca gritará goooool.

Un ángel… una estrella más en el cielo, una madre más que llora en la tierra, una historia repetida en un barrio repetido.

Colón y Lérida, una esquina como otra cualquiera de nuestra ciudad con su caserío humilde y sus niños jugando a la pelota en medio de la calle.







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Besos, Ninfa