sábado, 10 de julio de 2010

Barquito de papel... Ninfa Duarte

Con las hojas de diario que papá desechó el día que ordenó su biblioteca; las más lindas, con paisajes coloridos; llena de dibujos y letras grandes. Hice mi barquito de papel, con mucho empeño y gran emoción. Era en buque, sin motor ni timonel, pero hermoso de verdad!
Con crayolas, pinceles, y todo mi orgullo de niña, dibujé una bandera de tres hermosos colores, la corté por los bordes y en el mástil. Con cautela, la instalé, ayudada por un palito de dientes y algo de plasticola. Cuando estuvo terminado, lo miré por todos lados, buscando algún detalle que pudiera agregar. Ya no tenía más tiempo y fui a guardarlo en el desván, como un trofeo lo oculté para que nadie lo viera.

Conocen ustedes esos momentos en que guardamos en el pecho, un secreto, pensando que todos nos miran porque ya lo descubrieron?

Yo pasé varios días así. Mirando de reojo a papá y esperando alguna pregunta de mamá, pero sin embargo, iban pasando los días y nada sucedía; para bien o para aumentar mi emoción; hasta aquel día de frío invierno en que papá no me llevó a la escuela porque amaneció lluvioso.

Escuché a mamá cuando le decía a papá: “no conviene que vaya hoy a clases, se puede resfriar. Yo me encargo de avisar a la maestra. No te preocupes”

El recuerdo de mi barquito guardado en el desván, me hizo temblar de emoción, y veloz, saltando las gradas de dos en dos, llegué a la buhardilla, sin que nadie me viera. Sorteando las telas de araña, fui hasta el viejo escritorio negro que en otro tiempo era de mi abuelo, tomé el trofeo entre mis manos y volví con él a mi cuarto. Caminando de puntillas; me encerré a esperar el momento adecuado, ¡cuánta emoción!

Con la nariz pegada al gran ventanal, miraba los hilos plateados que caían en tropel, como si quisieran ganarse unos a otros; el tiempo me pareció una eternidad, esperando que el raudal subiera lo suficiente.

Justo cuando la lluvia arreciaba, y todos en la casa estaban entregados a sus respectivas ocupaciones, me escapé por el balcón, a escondidas de mamá, y en el río impetuoso que cruzaba de una vereda a otra, mi barquito deslicé. Como si pudiera escucharme, le dije: ¡navega barquito!... navega!

Volví corriendo al balcón para verlo navegar y… Oh, sorpresa! Mi barquito de papel era más veloz que un rayo! Tan ligero, que nadie diría: no tiene motor!

Trepé pos las rejas de la ventana para mirarlo, pero era más rápido de lo que pensaba, tanto que el viaje duró apenas unos instantes. Yo lo veía alejarse cada vez más, como deseoso de llegar al mar.

Pero, en la esquina de mi casa, se juntaban los raudales y formaban remolinos de agua roja y espumante; era como un río vertiginoso!

Mi navío con su bandera al aire, cruzó la plaza, una calle y otra y otra más…

Enarbolando con orgullo la hermosa tricolor, dando tumbos y curvitas, todo mojado por debajo y empapado por arriba, con un revoltijo de dibujos y letras de colores; golpeado y maltrecho, buscando el borde, seguía la corriente que lo llevaría “al mar”, en peligrosa posición inclinada como un buque que había sido bombardeado y a punto de naufragar.

Mi emoción crecía, y al mismo tiempo iba naciendo una decepción, al percatarme que la diversión llegaba a su fin.

Cuando lo perdí de vista, allá por el callejón, la lluvia estaba cesando, los niños del vecindario uno por uno, ya iban saliendo a las veredas, haciendo bullicio, e invitándose unos a otros para jugar con sus respectivos barquitos de papel…

Intenté formar parte del grupo, pero me di cuenta que ya no podía. Yo me quedé sin diversión, pues el mío se perdió con mi efímera ilusión de llegar al mar.

Sólo me quedó un par de zapatos mojados, la camisa remangada y la pálida alegría de un minuto de ensoñación que guardaba entre mis manos apretadas, escondidas en el fondo de los bolsillos de campera marrón.

Y en la garganta un vacío amargo por la frustración de mi hermoso sueño, que se esfumó apenas al comenzar…

sábado, 26 de junio de 2010

¡Feliz cumpleaños mamá!... NInfa Duarte

Tarde de invierno, pero sólo el calendario lo recordaba. Como esas indefinidas tardes de vacaciones. Con un débil sol entibiando el alma, unas ansias antiguas de recorrer distancias y aspirar aire nuevo, para reanimar el cuerpo cansado y darle aliento a mi existencia…


Uno de esos momentos especiales, que necesitan tratamientos especiales. De esos que se repiten a cada tanto y que remueven las fibras lánguidas del corazón. Recuerdos de momentos ya idos, pero que dejaron a su paso profundas huellas , pero tiernas, como suaves plumones amarillos, eternizados en el cofre de la memoria .

Sin destino alguno, iba manejando mi “cachorro” como llamaba a mi pequeño autito. Se deslizaba como abandonándome a mis sueños. El asfalto negro y caliente insaciable parecía devorar las distancias…


Miré el velocímetro – 70 km/h, ritmo ideal para deleitarme con el paisaje, llenar mis pulmones del oxígeno verde y fresco e incentivar mi imaginación, que me permitía en ese momento, volver a acurrucarme mimosa en el regazo de mamá. Sólo que esta vez

la realidad era otra; ella no estaba para recibirme.


Esta soledad repetida era tan especial y tan mía.

El sol en el poniente lejano, pintaba de rojo fuego el ocaso, invitándome a seguir eternamente hacia adelante, hasta encontrar aquel preciso lugar donde se unen el cielo y la tierra.

Sacudiendo la cabeza, volví a la realidad, sabía que era hora de regresar a casa, pero mis pies estaban adheridos al acelerador y la ruta caprichosa seguía corriendo subyugante en sentido contrario, volviéndose cada vez más negra, cada vez más vieja…


Detuve el coche con pereza, a la vera del camino, sin ganas me disponía a regresar entonces aparecieron aquellas estrellitas transparentes en el parabrisas, una tras otra y cada vez más menudas, La tarde se obscureció de golpe y la sombra me tomó entre sus brazos envolviéndome con su aliento tibio de tierra mojada y pasto verde.

Lentamente como vine, giré y volví para retomar el camino. Aquel sitio era hermoso y no podía dejar de disfrutarlo antes de partir. Di el último vistazo al bello paisaje… era como si la tarde no quisiera morir en aquel rincón del mundo.



La llovizna caía tranquila sobre el campo. Cerré las ventanillas, y un escalofrío recorrió mis venas, no sé si cambió el tiempo o si un duende pasó a mi lado.


Mi mente comenzó un viaje al pasado; ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquella noche? Ya no lo recuerdo; pero todo es tan parecido! Los mismos sentimientos o parecidos; idénticas circunstancias y la misma llovizna tibia y mansa…

Recuerdos… la única diferencia es que la vez anterior yo iba sentada en el asiento contiguo -no manejaba como ahora- iba cerrando los ojos en callada oración, y él manejaba, veloz, como siempre, sin palabras.

Esa tarde el Doctor nos había entregado el resultado del análisis: positivo!

Y nada más escucharlo, nos dirigimos a Ka’akupe para dar gracias a la Virgen por el maravilloso regalo, después de seis años de espera, Una hija!


Recuerdo que caía la tarde cuando regresábamos por la serranía, en silencio como siempre, pero en íntima comunión, Los momentos vividos de inenarrable alegría y ternura, el ocaso rojizo y la suave brisa, hizo que cada cual penetrara en su interior y diera rienda suelta a sus sentimientos, que en aquel instante eran uno sólo. Conjugando ilusión y esperanza.


Recién, cuando el vidrio se llenó de estrellitas transparentes, como hoy, nos dimos cuenta que había comenzado llover y nos apresuramos a cerrar las ventanillas. Parecían tardes gemelas, pero separadas por treinta años de olvido.



Tardes en las que la ternura se apodera del alma y la envuelve con su manto de suave dulzura y tímida añoranza… Seguí corriendo…


Las primeras luces de la ciudad iban pasando veloces por el costado del camino. Se acabó la tarde, y se acabó el ensueño. Volví al presente recién cuando doblaba la esquina de mi destino final.

Ya casi llegaba a casa, y me dispuse a completar la jornada, Pasé por la confitería; tenía ganas de tomar una taza de chocolate caliente con facturas recién horneadas para recrear mi alma. El momento se prestaba para ello.


Dejé el auto en el garaje y entré a disfrutar del último momento de soledad y ternura. Preparé una mesa para dos, pero me senté sola y levantando la taza humeante y aromática, hice un brindis secreto con el pasado; era 10 de enero de un año cualquiera, lejano y nostálgico.

Guiñando un ojo al retrato desde donde Guille me sonreía, con una dulce sonrisa, vestida de gala en la noche de sus bodas de plata, le dije:

¡Felicidades mamá! Quiero que sepas que te quiero mucho y siempre te recuerdo con gran cariño.


Hoy agregué una rosa más a tu búcaro preterido y ya son doce. Tantas como los años de tu viaje al más allá, y sin embargo estás a mi lado como antes, como siempre.

Hoy como ayer sigo sintiendo la misma necesidad de tu regazo…

¡Feliz cump0leaños mamá!