miércoles, 26 de septiembre de 2012




El trencito de San Lorenzo

Ninfa Duarte


Siete añitos y una vida grata en casa de mi abuela paterna, junto a mis tías, maestras todas, a las que adoré y con quienes pasé los momentos más dulces de mi primera infancia.

Era un domingo de agosto, de esos días fríos con sol, como los de vacaciones de invierno, en que como tantos fines de semana nos proponíamos viajar con mi abuela, rumbo a Asunción , para visitar a mis padres y hermanos.

Esos viajes eran para mi una delicia, mi más grande anhelo. Mucho por el destino a que me conducía y a las personas que vería; pero más por el recorrido que me esperaba: de rodillas en el asiento, pegaba mis narices a la ventanilla si hacía mucho frío o a veces a cielo abierto, miraba el bello paisaje que corría en sentido contrario, como huyendo del trencito, en el que viajábamos.

Ese día en especial, mi alegría era tremenda por ser el cumpleaños de mi papá, 8 de agosto. Sabía que estaríamos todos reunidos alrededor de la mesa, a la hora del almuerzo. La alegría se desprendía de mis labios dibujándose una permanente sonrisa y mis duendes estaban tan despiertos, que bailoteaban en el pecho sin cesar.

Debíamos estar a tiempo para el almuerzo. Habíamos salido de la estación de San Lorenzo a la hora exacta y el viaje parecía tranquilo, sin dificultades, hasta que en cierto tramo del camino, el tren hizo escuchar insistentemente su silbato y disminuyó la marcha más y más, hasta quedar detenido. Nadie entendía lo que estaba pasando, pues no era un lugar de paraca oficial. La gente se inquietó al sentir que el silbato seguía lanzando un “sos” desesperado. Sacaban sus cabezas por las ventanillas, otros caminaban por los pasillos para salir a curiosear, y yo preguntaba, sin recibir respuestas.

La hora pasaba, bajaron los hombres y se ofrecían para ayudar, si fuera posible. Había pasado casi una hora y el tren no se movía aún, cuando apareció un joven con expresión de gran alegría, gritando: ¡son las vacas! ¡son las vacas”…

Se trataba de un ato de ganado que descansaba tranquilamente acostados, durmiendo algunos, sobre los rieles, eran una buena cantidad y nadie las cuidaba. El conductor del tren trató de asustarlas con el silbato, pero ellas no recepcionaron el mensaje y siguieron rumiando impasibles, hasta que los hombres bajaron y las levantaron una a una, sacándoles de sobre los rieles.

La tarea de espantarlos llevó bastante tiempo, porque las vacas eran muchas y debían cerciorarse que todas se alejen lo suficiente de las vías para poder reanudar la marcha.

Llegamos tarde al encuentro, la comida estaba fría y papá ya había vuelto al trabajo. Mi alegría desapareció y la tarde se volvió gris y fría.

Pero la satisfacción de mis viajes en aquel trencito de sueños y juegos infantiles, siempre me acompañaron, mezclando el agridulce sabor de la nostalgia familiar, con el encanto subyugante que ejerce en todos, aquella enorme maquinaria que transportaba a diario, ilusiones, trabajo. alegrías y duelos… curiosa fusión de hierro y magia, nuestro “Trencito de San Lorenzo”



sábado, 24 de septiembre de 2011

Una carta a mi abuelita... de Ninfa Duarte


Recordada abuelita:



Mi querida Paulita, mi Ada madrina, mi ángel custodio… cómo te extraño…!! Pasaron muchos años y aún recuerdo tu sonrisa cariñosa de profundos surcos y mirar celeste como un cielo sin nubes.
Era tu preferida y ambas lo sabíamos… en cada abrazo, en cada guiño cómplice, y en mi postre favorito. Nunca olvido las veces que tomaste mis manitas entre las tuyas para enseñarme a escribir ma – má No me enseñaste a escribir “abu”, como yo te llamaba, porque en tu corazón te sentías mi mamá…
Nunca olvido tus lágrimas en día en que mi imaginación infantil convirtió el comedor en un teatro, repleto de gente que aplaudía; yo la actriz principal… tú mi público preferido.
Y al comenzar la función aparecía yo desde la puerta lateral con un vestido largo, improvisado de una pollera tuya, directo me dirijo al centro del escenario donde me espera mi sillita azul… subida a ella comienzo a recitar:
Te adoro abuelita!
porque sos mi amiga
porque siempre tienes
un tiempo para mi…
Tus blancos cabellos
saben muchas cosas>:
cuentos de princesas,
refranes muy sabios,
y algunas canciones
que hablan de amor…
Tienes la respuesta.
tienes el perdón,
y muchas recetas
de ricos bizcochos,
por eso te quiero!
Querida abuelita…
porque sos mi amiga,

porque tú me acunas,
porque siempre tienes
tiempo para mi…
te adoro abuelita!
… Y un gran saludo, rubricó mi actuación… era mi sorpresa por ser el día del abuelo, Tú me aplaudías frenéticamente y yo corrí a refugiarme en tus brazos para entregarte una florcita que había traído del jardín de mamá. Y cuando levanté los ojos vi tus mejillas mojadas… eran lágrimas!
-Abuelita, estás llorando? Por qué lloras abuelita? Me apresuré a preguntarte
-De felicidad mi vida. Lloro por ti y por mi, porque te quiero mucho y porque yo también te adoro!! … fue tu respuesta.
Aún hoy las recuerdo con cariño y sin querer se me mojan los ojos de ternura…
Sabes una cosa abuelita todavía hoy… ¡yo te adoro!
Besos
Nune







viernes, 2 de septiembre de 2011

Ojitos de vidrio... Ninfa Duarte



Recostada frente al hogar, atizando el fuego de vez en cuando, había pasado la tarde entera, sumida en mil pensamientos, tratando de explicar los “por qué” de tantas cosas y acariciando mi propia alma para acallar a los duendes que se instalaron en ella desde aquel día…

Voy hasta la ventana cuyos vidrios se habían puesto rojizos con los últimos rayos del sol de invierno. Era julio, y triste el paisaje. No por la lluvia, ni por las nubes negras, no era por el frío que me erizaba la piel, ni siquiera por lo gris. El paisaje triste estaba en mi alma, que con sus recuerdos volvía en cada atardecer, y más aún cuando la lluvia me impide salir…

Embelesada miro el paisaje seco de los árboles de julio, negros nubarrones movedizos, el ocaso lejano, la estancia en penumbra y un silencio pesado dentro del pecho. Llovía también en mi alma dolorida, mientras de mis resecos labios brotaba la misma pregunta de siempre:

-¿Por qué Señor… por qué lo llevaste?...

Mi mano inconsciente acaricia el paño amarillo suave, ojitos de vidrio y de nuevo los duendes bailándome dentro; como un leve ensueño flotando en la sala, se me nublan los ojos… de pronto, apenas un murmullo lejano… escucho mi nombre dicho entre sollozos. Fantasía tal vez, o realidad?

- Mami… mami… dónde estás?...

-También en el cielo tú me necesitas amor? Murmuro en voz baja, hablando con mi dolor, tratando de impedir que se me escape del pecho el corazón, que cabalgaba alocado.

No sé si siento o escucho la voz de mi niño que me busca… me llama… A ratos, su tierna risita, cascadita alegre de fino cristal, acaricia mis oídos, erizando mi piel.

-Dios! Cómo lo extraño! Y siempre estas rebeldes lágrimas que no puedo evitar.

Intento un diálogo como cimera a mi dolor; un diálogo alado con el más allá, un lugar lejano y desconocido donde mora mi ángel…

-¿Por dónde pasea tu almita, mi bien? No escucho respuesta, y mi alma se encoge de angustia. Estrecho muy fuerte el osito de paño y le digo al oído con mucha tristeza, toda mi verdad:

“Ya nunca estaremos muy juntos los tres, para ver el cielo en dulce embeleso, contar las estrellas, reír de la nada, jugar a las nanas, mirar a lo lejos esos nubarrones, la entrada del sol; ni éstas gotitas que hoy distraídas caen hasta mi ventana.

Un temblor de ave recorre mi cuerpo todo, tiembla en mis manos el osito también. Siento el fresco desde la ventana cerrada, -es una brisa que viene de arriba? , salió de la nada? No lo sé pero está junto a mi…

Yo susurro al viento: -perdona mi cielo, tú eres mi niño que vienes a enjugar mis lágrimas y a llenar mi alma de dulces recuerdos. A secar los ojitos de vidrio, a darme consuelo, quizá…

No puedo evitar un ruego : “Devuélvenos hecho serena lluvia, llena nuestras noches de paz, de amor y siembra a tu paso resignación.”

-Ojitos de vidrio, quédate conmigo un momento más. Dame la tibieza como en otras noches lo hacía él; hazme compañía sólo unos minutos.

Apreté a mi pecho aquel montoncito de paño, que sintiendo mi abrazo, se arrebujó en mi cuello y cerrando sus ojitos, se tragó un lagrimón.

La estancia ya estaba en penumbra, la tarde se despidió y el fuego del hogar se estaba apagando.

Mi corazón de pronto cesó su raudo galopar, quizá el encanto se haya escapado detrás del nubarrón, o quizá mi alma se haya curado de tanto añorar; pero la noche no parecía tan triste ya. Hasta el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado tenía un ritmo agradable.

Un aroma de dulzuras se instaló en la sala, se adueñó de mi alma y me envolvió en un suave manto azul…

Bajé el osito en la cama que fue de mi niño y me dispuse a dormir convencida de que mi ángel deseaba verme tranquila para poder descansar. Ese día tuve la certeza de que siempre estaría a mi lado… Y ya nunca más nos necesitaríamos, porque Dios se encargó de unirnos en un lazo sublime y eterno… madre-hijo.





El niño y la pelota... Ninfa Duarte




Colón y Lérida, una esquina como otra cualquiera de nuestra ciudad, con su caserío humilde y su historia repetida…

En la tarde lila, por la callejuela del barrio pobre, descansaba José Manuel, sentado en el cordón de la vereda, mirando pasar el tiempo con despreocupación. Era domingo de enero, caliente y bochornoso. Una larga siesta se desperezaba sin apuros bajo los árboles de la acera vacía.

Más allá; casi en la esquina opuesta, jugaba embelesado un niño alegre con su pelota , corriendo tras la ilusión… Era tan linda, tan nuevecita, tan colorida… Soñaba, tal vez, ser un gran jugador, quien sabe…

El desafiante sol del verano, ponía una caricia amarilla de calor sobre el paisaje tranquilo. La nota de vida estaba en aquella inocencia que corría contenta arriba y abajo, detrás del balón, con una sonrisa feliz pintada en su rostro.

Jugaba solo y transmitía al mismo tiempo imitando la voz de algún cronista conocido.

Un pase al costado, otro a la derecha, ahora una picadita y después la chilena: la canchita improvisada se convertía a veces en un estadio vibrante de público y él en medio del equipo gambeteando su destino.

-¡Qué poco necesita un niño para ser feliz!

Pero quiso la tarde y su destino que en ese instante, como exhalación, surgiera de la nada el bólido fatídico, negro, cuatro puertas, veloz, cortando el aire… un agudo claxon, el chirriar de frenos, las ruedas que no responden… el niño quedó clavado inmóvil en el pavimento.

La pelota ignorante de todo, siguió su carrera calle abajo, sin mirar atrás, sin saber que ya nadie la seguía para detener su paso. Su destino redondo lo empujaba más allá del dolor. Era el fin del partido aquella tarde.

El coche siguió su carrera asesina, sin importarle nada, ignorante de todo. Una estela de polvo enlutado quedó flotando sobre el asfalto caliente mojado de sangre, en la tarde lila, por la callejuela de la muerte.

José Manuel trataba en vano de encontrar un hálito de vida en aquel montoncito de carne rosada y tibia que temblaba aún entre sus brazos, pero la angustia crecía sin respuesta.

La dama de la guadaña se lo estaba llevando. Levantó la vista buscando ayuda y encontró a todo el vecindario espantado en torno… y por la expresión de sus rostros se convenció que ya no había nada que hacer.

En la tarde lila por la callejuela de aquel barrio pobre, lloraban las vecinas y lloraba la madre; un llanto desesperado, cargado de ¿por que’s? de increíble dolor La fatalidad es muda, no tiene respuestas, sólo llaga sin avisar, y se lleva lo que viene a buscar… ahí va silenciosa con un niño en brazos, caminando lenta, rumbo al más allá.

El pelo revuelto, la sonrisa helada, un hilo de sangre corría de sus labios que hasta hacía un minuto transmitía el partido del siglo, con su vocecita de miel. La corriente fue cortada por una mano invisible, cruel y el partido acabó sin gol.

Duerme el niño junto a la asombrada pelota, un sueño inocente muy cerca de Dios, rodeado de querubines alados que lo invitan a continuar el juego.

Afuera, la pálida luna pone un beso de verano caliente, sofocante sobre aquel dolor, arrastrándose lenta y callada sobre el pavimento celestial, en espera del nuevo huésped.

En la noche morada, por la callejuela, se acerca un cortejo de niños, que silenciosos rodean el ataúd blanco y callado, juntan sus manos elevando una plegaria por el amigo que ya nunca gritará goooool.

Un ángel… una estrella más en el cielo, una madre más que llora en la tierra, una historia repetida en un barrio repetido.

Colón y Lérida, una esquina como otra cualquiera de nuestra ciudad con su caserío humilde y sus niños jugando a la pelota en medio de la calle.







sábado, 2 de julio de 2011

Carta a mi madre...



Para que la leas desde tu morada celestial
Asunción, 15 de mayo de 2011
Querida mamá:

Has de recordar que aquí en la tierra es el día de la Madre; desde las alturas estarás viendo que los jardines han quedado sin flores para llenar las florerías y engalanar los sitios donde se rinden honores a las Madres. En eso nada ha cambiado, mamá
Por las calles, en las oficinas y en las escuelas no se habla de otra cosa, “el día de la Madre”, ¡qué contrasentido! Yo nunca te escuché decir: “hoy es el día del hijo”, no me diste flores un día, mamá... me regalaste el aroma de tu cariño durante toda tu vida, aún cuando ya no estaba contigo.
¿Pretenden que yo me adhiera al “día de la Madre”?, cuando aún me faltan mil años y llenarlos de dulzuras, para hacer que te olvides de mis desobediencias y mis rebeldías; todavía me faltan mil amaneceres y llenarlos de frescura para apagar el fuego de los ardores con que la vida calentó tu cuerpo; me faltan mil caricias para calmar tus llantos y llenarte de besos después de cada caída, como lo hacías conmigo; cuando aún no he recorrido todos los diccionarios para encontrar la palabra adecuada en el instante preciso, como la tenías tú; cuando aún me faltan mil noches de sueño a tu lado para acunarte por aquellos que amaneciste apoyada en mi almohada mientras la fiebre daba saltos en mi cuerpo enfermo; necesito mil noviembres para adorarte de rodillas porque a riesgo de la tuya, me diste la vida...

¡Cómo me piden que yo pague tanto amor con una flor cada año?
Madre querida: tú que velas por mi y bendices mi camino, perdona este descontrol, pero mi alma se siente acongojada por las Madres que solo reciben una flor cada año en pago de tanto amor.
Yo en cambio te ofrezco, madre, el nido tibio que tengo en un rinconcito de mi corazón, convertido en altar, para que descanses en él y encuentres el alivio a tu espíritu; allí te encontrarás con ese Dios que me enseñaste a amar, y Él con su infinita bondad y misericordia limpiará tu alma de ingratitudes para que brilles en la estrella más luminosa de ese cielo que disfruto cada noche.

¡Feliz vida en tu morada celestial, madre querida!!

Tu hija bañada en llanto porque te extraña cada día más

Ninfa

sábado, 10 de julio de 2010

Barquito de papel... Ninfa Duarte

Con las hojas de diario que papá desechó el día que ordenó su biblioteca; las más lindas, con paisajes coloridos; llena de dibujos y letras grandes. Hice mi barquito de papel, con mucho empeño y gran emoción. Era en buque, sin motor ni timonel, pero hermoso de verdad!
Con crayolas, pinceles, y todo mi orgullo de niña, dibujé una bandera de tres hermosos colores, la corté por los bordes y en el mástil. Con cautela, la instalé, ayudada por un palito de dientes y algo de plasticola. Cuando estuvo terminado, lo miré por todos lados, buscando algún detalle que pudiera agregar. Ya no tenía más tiempo y fui a guardarlo en el desván, como un trofeo lo oculté para que nadie lo viera.

Conocen ustedes esos momentos en que guardamos en el pecho, un secreto, pensando que todos nos miran porque ya lo descubrieron?

Yo pasé varios días así. Mirando de reojo a papá y esperando alguna pregunta de mamá, pero sin embargo, iban pasando los días y nada sucedía; para bien o para aumentar mi emoción; hasta aquel día de frío invierno en que papá no me llevó a la escuela porque amaneció lluvioso.

Escuché a mamá cuando le decía a papá: “no conviene que vaya hoy a clases, se puede resfriar. Yo me encargo de avisar a la maestra. No te preocupes”

El recuerdo de mi barquito guardado en el desván, me hizo temblar de emoción, y veloz, saltando las gradas de dos en dos, llegué a la buhardilla, sin que nadie me viera. Sorteando las telas de araña, fui hasta el viejo escritorio negro que en otro tiempo era de mi abuelo, tomé el trofeo entre mis manos y volví con él a mi cuarto. Caminando de puntillas; me encerré a esperar el momento adecuado, ¡cuánta emoción!

Con la nariz pegada al gran ventanal, miraba los hilos plateados que caían en tropel, como si quisieran ganarse unos a otros; el tiempo me pareció una eternidad, esperando que el raudal subiera lo suficiente.

Justo cuando la lluvia arreciaba, y todos en la casa estaban entregados a sus respectivas ocupaciones, me escapé por el balcón, a escondidas de mamá, y en el río impetuoso que cruzaba de una vereda a otra, mi barquito deslicé. Como si pudiera escucharme, le dije: ¡navega barquito!... navega!

Volví corriendo al balcón para verlo navegar y… Oh, sorpresa! Mi barquito de papel era más veloz que un rayo! Tan ligero, que nadie diría: no tiene motor!

Trepé pos las rejas de la ventana para mirarlo, pero era más rápido de lo que pensaba, tanto que el viaje duró apenas unos instantes. Yo lo veía alejarse cada vez más, como deseoso de llegar al mar.

Pero, en la esquina de mi casa, se juntaban los raudales y formaban remolinos de agua roja y espumante; era como un río vertiginoso!

Mi navío con su bandera al aire, cruzó la plaza, una calle y otra y otra más…

Enarbolando con orgullo la hermosa tricolor, dando tumbos y curvitas, todo mojado por debajo y empapado por arriba, con un revoltijo de dibujos y letras de colores; golpeado y maltrecho, buscando el borde, seguía la corriente que lo llevaría “al mar”, en peligrosa posición inclinada como un buque que había sido bombardeado y a punto de naufragar.

Mi emoción crecía, y al mismo tiempo iba naciendo una decepción, al percatarme que la diversión llegaba a su fin.

Cuando lo perdí de vista, allá por el callejón, la lluvia estaba cesando, los niños del vecindario uno por uno, ya iban saliendo a las veredas, haciendo bullicio, e invitándose unos a otros para jugar con sus respectivos barquitos de papel…

Intenté formar parte del grupo, pero me di cuenta que ya no podía. Yo me quedé sin diversión, pues el mío se perdió con mi efímera ilusión de llegar al mar.

Sólo me quedó un par de zapatos mojados, la camisa remangada y la pálida alegría de un minuto de ensoñación que guardaba entre mis manos apretadas, escondidas en el fondo de los bolsillos de campera marrón.

Y en la garganta un vacío amargo por la frustración de mi hermoso sueño, que se esfumó apenas al comenzar…

sábado, 26 de junio de 2010

¡Feliz cumpleaños mamá!... NInfa Duarte

Tarde de invierno, pero sólo el calendario lo recordaba. Como esas indefinidas tardes de vacaciones. Con un débil sol entibiando el alma, unas ansias antiguas de recorrer distancias y aspirar aire nuevo, para reanimar el cuerpo cansado y darle aliento a mi existencia…


Uno de esos momentos especiales, que necesitan tratamientos especiales. De esos que se repiten a cada tanto y que remueven las fibras lánguidas del corazón. Recuerdos de momentos ya idos, pero que dejaron a su paso profundas huellas , pero tiernas, como suaves plumones amarillos, eternizados en el cofre de la memoria .

Sin destino alguno, iba manejando mi “cachorro” como llamaba a mi pequeño autito. Se deslizaba como abandonándome a mis sueños. El asfalto negro y caliente insaciable parecía devorar las distancias…


Miré el velocímetro – 70 km/h, ritmo ideal para deleitarme con el paisaje, llenar mis pulmones del oxígeno verde y fresco e incentivar mi imaginación, que me permitía en ese momento, volver a acurrucarme mimosa en el regazo de mamá. Sólo que esta vez

la realidad era otra; ella no estaba para recibirme.


Esta soledad repetida era tan especial y tan mía.

El sol en el poniente lejano, pintaba de rojo fuego el ocaso, invitándome a seguir eternamente hacia adelante, hasta encontrar aquel preciso lugar donde se unen el cielo y la tierra.

Sacudiendo la cabeza, volví a la realidad, sabía que era hora de regresar a casa, pero mis pies estaban adheridos al acelerador y la ruta caprichosa seguía corriendo subyugante en sentido contrario, volviéndose cada vez más negra, cada vez más vieja…


Detuve el coche con pereza, a la vera del camino, sin ganas me disponía a regresar entonces aparecieron aquellas estrellitas transparentes en el parabrisas, una tras otra y cada vez más menudas, La tarde se obscureció de golpe y la sombra me tomó entre sus brazos envolviéndome con su aliento tibio de tierra mojada y pasto verde.

Lentamente como vine, giré y volví para retomar el camino. Aquel sitio era hermoso y no podía dejar de disfrutarlo antes de partir. Di el último vistazo al bello paisaje… era como si la tarde no quisiera morir en aquel rincón del mundo.



La llovizna caía tranquila sobre el campo. Cerré las ventanillas, y un escalofrío recorrió mis venas, no sé si cambió el tiempo o si un duende pasó a mi lado.


Mi mente comenzó un viaje al pasado; ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquella noche? Ya no lo recuerdo; pero todo es tan parecido! Los mismos sentimientos o parecidos; idénticas circunstancias y la misma llovizna tibia y mansa…

Recuerdos… la única diferencia es que la vez anterior yo iba sentada en el asiento contiguo -no manejaba como ahora- iba cerrando los ojos en callada oración, y él manejaba, veloz, como siempre, sin palabras.

Esa tarde el Doctor nos había entregado el resultado del análisis: positivo!

Y nada más escucharlo, nos dirigimos a Ka’akupe para dar gracias a la Virgen por el maravilloso regalo, después de seis años de espera, Una hija!


Recuerdo que caía la tarde cuando regresábamos por la serranía, en silencio como siempre, pero en íntima comunión, Los momentos vividos de inenarrable alegría y ternura, el ocaso rojizo y la suave brisa, hizo que cada cual penetrara en su interior y diera rienda suelta a sus sentimientos, que en aquel instante eran uno sólo. Conjugando ilusión y esperanza.


Recién, cuando el vidrio se llenó de estrellitas transparentes, como hoy, nos dimos cuenta que había comenzado llover y nos apresuramos a cerrar las ventanillas. Parecían tardes gemelas, pero separadas por treinta años de olvido.



Tardes en las que la ternura se apodera del alma y la envuelve con su manto de suave dulzura y tímida añoranza… Seguí corriendo…


Las primeras luces de la ciudad iban pasando veloces por el costado del camino. Se acabó la tarde, y se acabó el ensueño. Volví al presente recién cuando doblaba la esquina de mi destino final.

Ya casi llegaba a casa, y me dispuse a completar la jornada, Pasé por la confitería; tenía ganas de tomar una taza de chocolate caliente con facturas recién horneadas para recrear mi alma. El momento se prestaba para ello.


Dejé el auto en el garaje y entré a disfrutar del último momento de soledad y ternura. Preparé una mesa para dos, pero me senté sola y levantando la taza humeante y aromática, hice un brindis secreto con el pasado; era 10 de enero de un año cualquiera, lejano y nostálgico.

Guiñando un ojo al retrato desde donde Guille me sonreía, con una dulce sonrisa, vestida de gala en la noche de sus bodas de plata, le dije:

¡Felicidades mamá! Quiero que sepas que te quiero mucho y siempre te recuerdo con gran cariño.


Hoy agregué una rosa más a tu búcaro preterido y ya son doce. Tantas como los años de tu viaje al más allá, y sin embargo estás a mi lado como antes, como siempre.

Hoy como ayer sigo sintiendo la misma necesidad de tu regazo…

¡Feliz cump0leaños mamá!