viernes, 2 de septiembre de 2011

Ojitos de vidrio... Ninfa Duarte



Recostada frente al hogar, atizando el fuego de vez en cuando, había pasado la tarde entera, sumida en mil pensamientos, tratando de explicar los “por qué” de tantas cosas y acariciando mi propia alma para acallar a los duendes que se instalaron en ella desde aquel día…

Voy hasta la ventana cuyos vidrios se habían puesto rojizos con los últimos rayos del sol de invierno. Era julio, y triste el paisaje. No por la lluvia, ni por las nubes negras, no era por el frío que me erizaba la piel, ni siquiera por lo gris. El paisaje triste estaba en mi alma, que con sus recuerdos volvía en cada atardecer, y más aún cuando la lluvia me impide salir…

Embelesada miro el paisaje seco de los árboles de julio, negros nubarrones movedizos, el ocaso lejano, la estancia en penumbra y un silencio pesado dentro del pecho. Llovía también en mi alma dolorida, mientras de mis resecos labios brotaba la misma pregunta de siempre:

-¿Por qué Señor… por qué lo llevaste?...

Mi mano inconsciente acaricia el paño amarillo suave, ojitos de vidrio y de nuevo los duendes bailándome dentro; como un leve ensueño flotando en la sala, se me nublan los ojos… de pronto, apenas un murmullo lejano… escucho mi nombre dicho entre sollozos. Fantasía tal vez, o realidad?

- Mami… mami… dónde estás?...

-También en el cielo tú me necesitas amor? Murmuro en voz baja, hablando con mi dolor, tratando de impedir que se me escape del pecho el corazón, que cabalgaba alocado.

No sé si siento o escucho la voz de mi niño que me busca… me llama… A ratos, su tierna risita, cascadita alegre de fino cristal, acaricia mis oídos, erizando mi piel.

-Dios! Cómo lo extraño! Y siempre estas rebeldes lágrimas que no puedo evitar.

Intento un diálogo como cimera a mi dolor; un diálogo alado con el más allá, un lugar lejano y desconocido donde mora mi ángel…

-¿Por dónde pasea tu almita, mi bien? No escucho respuesta, y mi alma se encoge de angustia. Estrecho muy fuerte el osito de paño y le digo al oído con mucha tristeza, toda mi verdad:

“Ya nunca estaremos muy juntos los tres, para ver el cielo en dulce embeleso, contar las estrellas, reír de la nada, jugar a las nanas, mirar a lo lejos esos nubarrones, la entrada del sol; ni éstas gotitas que hoy distraídas caen hasta mi ventana.

Un temblor de ave recorre mi cuerpo todo, tiembla en mis manos el osito también. Siento el fresco desde la ventana cerrada, -es una brisa que viene de arriba? , salió de la nada? No lo sé pero está junto a mi…

Yo susurro al viento: -perdona mi cielo, tú eres mi niño que vienes a enjugar mis lágrimas y a llenar mi alma de dulces recuerdos. A secar los ojitos de vidrio, a darme consuelo, quizá…

No puedo evitar un ruego : “Devuélvenos hecho serena lluvia, llena nuestras noches de paz, de amor y siembra a tu paso resignación.”

-Ojitos de vidrio, quédate conmigo un momento más. Dame la tibieza como en otras noches lo hacía él; hazme compañía sólo unos minutos.

Apreté a mi pecho aquel montoncito de paño, que sintiendo mi abrazo, se arrebujó en mi cuello y cerrando sus ojitos, se tragó un lagrimón.

La estancia ya estaba en penumbra, la tarde se despidió y el fuego del hogar se estaba apagando.

Mi corazón de pronto cesó su raudo galopar, quizá el encanto se haya escapado detrás del nubarrón, o quizá mi alma se haya curado de tanto añorar; pero la noche no parecía tan triste ya. Hasta el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado tenía un ritmo agradable.

Un aroma de dulzuras se instaló en la sala, se adueñó de mi alma y me envolvió en un suave manto azul…

Bajé el osito en la cama que fue de mi niño y me dispuse a dormir convencida de que mi ángel deseaba verme tranquila para poder descansar. Ese día tuve la certeza de que siempre estaría a mi lado… Y ya nunca más nos necesitaríamos, porque Dios se encargó de unirnos en un lazo sublime y eterno… madre-hijo.





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