miércoles, 2 de septiembre de 2009

Sueño de amor de Liszt... Ninfa Duarte


Se deslizaban perezosamente mis dedos sobre el teclado amarillo de viejo marfil… “Sueño de amor de Liszt” en mis recuerdos, tristona; mientras yo cerraba los ojos y recorría mi vida en ráfagas de añoranza de aquellos momentos dulces al lado de mi madre.
Los años de la infancia y la juventud, vividos plenamente con mis padres y mis hermanos. Una casa donde la palabra de mamá era lección, remedio, caricia y a la vez amiga incondicional, en las buenas y en las malas, con los chicos y los grandes; y papá el apoyo permanente y palabra decisiva al lado de mamá, para dar fuerza a todo lo que ella decidía. Una amalgama de cariño y fuerza, dulzura y sostén.
Ella era el eje de nuestras vidas, todo giraba en torno suyo. Nos envolvía en un lazo amoroso e indestructible, que la tornaba imprescindible a todos. La gran mamá!
Apretaba la sordina para que las notas no se escaparan por las ventanas, las quería adentro, muy íntimas, solo para los dos… papá y yo. Quería inundar nuestras almas de música para aplacar el dolor que nos embargaba desde la muerte de mamá.
Cada vez que llegaba al “trino”, tenía que repetir, porque tropezaban mis dedos; muchas veces sucedió así. Como si estuviera viendo la media sonrisa de papá cuando me decía “ese es el trozo que más me gusta”. Pienso que lo hacía para que yo no me sintiera tan mal por los repetidos errores.
Él escuchaba una y otra vez con la vista perdida en algún lugar lejano del horizonte, mientras balanceaba suavemente su cuerpo en la mecedora. Eran momentos muy suaves e intensos a la vez, pero muy tristes.
Mozart, Chopin, Beethoven, se paseaban todas las tardes por la amplia sala de la casa paterna, para entronizar la tristeza en nuestros corazones y poner crespones negros por las ventanas, al tiempo que pintaban las paredes con suaves sonatas y rapsodias, con dulces preludios o complicadas sinfonías, que muchas veces fueron cortadas por las lágrimas.
Desde hacía tres meses, todos los atardeceres eran idénticos. Como si quisiéramos eternizar un tiempo que se deslizaba de nuestras manos y estaba cada vez más lejano, pero no por ello, menos doloroso.
La añoranza se viste, muchas veces, con trajes increíbles y extravagantes, como éste que vivíamos cada tarde mi padre y yo.
Nos habíamos quedado tan tristes cuando ella falleció, que optamos por refugiarnos en el teclado cada tarde para ahogar la añoranza… más ésta flotaba.
Mi hermano nos visitaba algunas tardes, pero siempre se despedía diciendo: no pueden seguir así. Ni siquiera a mamá le hubiera gustado lo que está pasando con ustedes. Tienen que tratar de superarlo.
Hasta que llegó el verano, y con él, las vacaciones. Un día, sin haberlo pensado mucho, sucedió algo muy bueno; la invitación surgió de parte de mi hermano y su familia. Los niños terminaron por convencer a papá. Laurita, la más pequeña, se trepaba en sus rodillas y le llenaba de besos mientras repetía: di que si abuelito?... di que si?? Hasta que papá cedió.
Nos trasladamos a Ca’acupé, a la vieja casa de campo de la familia. Los primeros días estuvimos muy ocupados, limpiando y arreglando cosas. Salíamos de compras con mi hermano y sus hijos, mientras papá visitaba a los vecinos y amigos. En fin, el trajín nos hizo olvidar de la rutina.
Terminábamos el día, cansados, laxos y ya sólo pensábamos en dormir, En ningún momento sentí deseos de acercarme al piano, es más, papá no me lo pidió desde que llegamos. Esa es una buena señal, me dijo un día Víctor, mi hermano.
Sentí un alivio, ya que aquella rutina no constituía una cura para el corazón, dolorido de papá, y tampoco lo era para mi; pero me había acostumbrado a ella y me costaba abandonarla.
Llegó el cumpleaños de papá y mi hermano le regaló una hermosa caja con caballitos de marfil, “un juego de ajedrez”. Papá quedó muy feliz y desde ese día nos turnábamos para tratar de ganarle el juego, pero nadie lo había conseguido. Los chicos le llamaban “campeón”, y él por primera vez después de mucho tiempo, reía con ganas. El tratamiento estaba dando buenos resultados. El ánimo de papá estaba cambiando notablemente.
Una tarde se acercó mi hermano y me dijo: ya las vacaciones están terminando, una cosa quiero pedirte, por tu bien y el de papá. Cuando regresemos a Asunción, no empieces de nuevo con aquella rutina de los conciertos vespertinos. Puede convertirse en una obsesión y después será más difícil volver atrás. Papá está mucho mejor y mamá te lo agradecerá, piénsalo.
Siguió a sus palabras, un largo silencio, interrumpido los Laurita que entraba corriendo a la sala seguida por su hermanito y gritándome: tía… tía… Luis me quiere pegar!
Era el empujón que faltaba, yo entré en razón, al darme cuenta que en la vida había muchas cosas en torno mío indicándome que ella continúa su rumbo y que tenía cosas importantes en que ocupar mi tiempo. Tomé en brazos a Laury y salí con ella al patio, donde comencé a planear ni vida y la de papá de tal modo que no sobrara aquel momento libre por las tardes.
Después de aquellas vacaciones, nuestras vidas siguieron muy unidas, pero tomaron un rumbo diferente; todo cambió para bien. El recuerdo de mamá era algo que no podríamos ocultar, pero se volvió tranquilo y tierno. Ya había tomado su sitio dentro de nuestras vidas.
Hasta mi hermano y su familia sintieron la diferencia, porque las visitas menudearon y nuestras relaciones mejoraron muchísimo. Papá consiguió un compañero de juego para desquitarse en el ajedrez; un vecino a quien tenía un aprecio muy especial y con el que se pasaban tardes enteras compitiendo. Una verdadera tabla de salvación.
Ahora sólo me acerco al piano cuando en las tardes lluviosas la nostalgia golpea a mis puestas y se desliza hasta acomodarse entre las teclas del viejo piano. Pero, el recuerdo de mamá sólo se pasea entre nosotros y luego se va a ocupar el lugar de las memorias más bellas de nuestras vidas. Y desde allí nos envía una hermosa sonrisa de aprobación.
Hasta los recuerdos más queridos tienen su dosis de dolor antes de instalarse donde vivirán para siempre.
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