sábado, 24 de septiembre de 2011

Una carta a mi abuelita... de Ninfa Duarte


Recordada abuelita:



Mi querida Paulita, mi Ada madrina, mi ángel custodio… cómo te extraño…!! Pasaron muchos años y aún recuerdo tu sonrisa cariñosa de profundos surcos y mirar celeste como un cielo sin nubes.
Era tu preferida y ambas lo sabíamos… en cada abrazo, en cada guiño cómplice, y en mi postre favorito. Nunca olvido las veces que tomaste mis manitas entre las tuyas para enseñarme a escribir ma – má No me enseñaste a escribir “abu”, como yo te llamaba, porque en tu corazón te sentías mi mamá…
Nunca olvido tus lágrimas en día en que mi imaginación infantil convirtió el comedor en un teatro, repleto de gente que aplaudía; yo la actriz principal… tú mi público preferido.
Y al comenzar la función aparecía yo desde la puerta lateral con un vestido largo, improvisado de una pollera tuya, directo me dirijo al centro del escenario donde me espera mi sillita azul… subida a ella comienzo a recitar:
Te adoro abuelita!
porque sos mi amiga
porque siempre tienes
un tiempo para mi…
Tus blancos cabellos
saben muchas cosas>:
cuentos de princesas,
refranes muy sabios,
y algunas canciones
que hablan de amor…
Tienes la respuesta.
tienes el perdón,
y muchas recetas
de ricos bizcochos,
por eso te quiero!
Querida abuelita…
porque sos mi amiga,

porque tú me acunas,
porque siempre tienes
tiempo para mi…
te adoro abuelita!
… Y un gran saludo, rubricó mi actuación… era mi sorpresa por ser el día del abuelo, Tú me aplaudías frenéticamente y yo corrí a refugiarme en tus brazos para entregarte una florcita que había traído del jardín de mamá. Y cuando levanté los ojos vi tus mejillas mojadas… eran lágrimas!
-Abuelita, estás llorando? Por qué lloras abuelita? Me apresuré a preguntarte
-De felicidad mi vida. Lloro por ti y por mi, porque te quiero mucho y porque yo también te adoro!! … fue tu respuesta.
Aún hoy las recuerdo con cariño y sin querer se me mojan los ojos de ternura…
Sabes una cosa abuelita todavía hoy… ¡yo te adoro!
Besos
Nune







viernes, 2 de septiembre de 2011

Ojitos de vidrio... Ninfa Duarte



Recostada frente al hogar, atizando el fuego de vez en cuando, había pasado la tarde entera, sumida en mil pensamientos, tratando de explicar los “por qué” de tantas cosas y acariciando mi propia alma para acallar a los duendes que se instalaron en ella desde aquel día…

Voy hasta la ventana cuyos vidrios se habían puesto rojizos con los últimos rayos del sol de invierno. Era julio, y triste el paisaje. No por la lluvia, ni por las nubes negras, no era por el frío que me erizaba la piel, ni siquiera por lo gris. El paisaje triste estaba en mi alma, que con sus recuerdos volvía en cada atardecer, y más aún cuando la lluvia me impide salir…

Embelesada miro el paisaje seco de los árboles de julio, negros nubarrones movedizos, el ocaso lejano, la estancia en penumbra y un silencio pesado dentro del pecho. Llovía también en mi alma dolorida, mientras de mis resecos labios brotaba la misma pregunta de siempre:

-¿Por qué Señor… por qué lo llevaste?...

Mi mano inconsciente acaricia el paño amarillo suave, ojitos de vidrio y de nuevo los duendes bailándome dentro; como un leve ensueño flotando en la sala, se me nublan los ojos… de pronto, apenas un murmullo lejano… escucho mi nombre dicho entre sollozos. Fantasía tal vez, o realidad?

- Mami… mami… dónde estás?...

-También en el cielo tú me necesitas amor? Murmuro en voz baja, hablando con mi dolor, tratando de impedir que se me escape del pecho el corazón, que cabalgaba alocado.

No sé si siento o escucho la voz de mi niño que me busca… me llama… A ratos, su tierna risita, cascadita alegre de fino cristal, acaricia mis oídos, erizando mi piel.

-Dios! Cómo lo extraño! Y siempre estas rebeldes lágrimas que no puedo evitar.

Intento un diálogo como cimera a mi dolor; un diálogo alado con el más allá, un lugar lejano y desconocido donde mora mi ángel…

-¿Por dónde pasea tu almita, mi bien? No escucho respuesta, y mi alma se encoge de angustia. Estrecho muy fuerte el osito de paño y le digo al oído con mucha tristeza, toda mi verdad:

“Ya nunca estaremos muy juntos los tres, para ver el cielo en dulce embeleso, contar las estrellas, reír de la nada, jugar a las nanas, mirar a lo lejos esos nubarrones, la entrada del sol; ni éstas gotitas que hoy distraídas caen hasta mi ventana.

Un temblor de ave recorre mi cuerpo todo, tiembla en mis manos el osito también. Siento el fresco desde la ventana cerrada, -es una brisa que viene de arriba? , salió de la nada? No lo sé pero está junto a mi…

Yo susurro al viento: -perdona mi cielo, tú eres mi niño que vienes a enjugar mis lágrimas y a llenar mi alma de dulces recuerdos. A secar los ojitos de vidrio, a darme consuelo, quizá…

No puedo evitar un ruego : “Devuélvenos hecho serena lluvia, llena nuestras noches de paz, de amor y siembra a tu paso resignación.”

-Ojitos de vidrio, quédate conmigo un momento más. Dame la tibieza como en otras noches lo hacía él; hazme compañía sólo unos minutos.

Apreté a mi pecho aquel montoncito de paño, que sintiendo mi abrazo, se arrebujó en mi cuello y cerrando sus ojitos, se tragó un lagrimón.

La estancia ya estaba en penumbra, la tarde se despidió y el fuego del hogar se estaba apagando.

Mi corazón de pronto cesó su raudo galopar, quizá el encanto se haya escapado detrás del nubarrón, o quizá mi alma se haya curado de tanto añorar; pero la noche no parecía tan triste ya. Hasta el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado tenía un ritmo agradable.

Un aroma de dulzuras se instaló en la sala, se adueñó de mi alma y me envolvió en un suave manto azul…

Bajé el osito en la cama que fue de mi niño y me dispuse a dormir convencida de que mi ángel deseaba verme tranquila para poder descansar. Ese día tuve la certeza de que siempre estaría a mi lado… Y ya nunca más nos necesitaríamos, porque Dios se encargó de unirnos en un lazo sublime y eterno… madre-hijo.





El niño y la pelota... Ninfa Duarte




Colón y Lérida, una esquina como otra cualquiera de nuestra ciudad, con su caserío humilde y su historia repetida…

En la tarde lila, por la callejuela del barrio pobre, descansaba José Manuel, sentado en el cordón de la vereda, mirando pasar el tiempo con despreocupación. Era domingo de enero, caliente y bochornoso. Una larga siesta se desperezaba sin apuros bajo los árboles de la acera vacía.

Más allá; casi en la esquina opuesta, jugaba embelesado un niño alegre con su pelota , corriendo tras la ilusión… Era tan linda, tan nuevecita, tan colorida… Soñaba, tal vez, ser un gran jugador, quien sabe…

El desafiante sol del verano, ponía una caricia amarilla de calor sobre el paisaje tranquilo. La nota de vida estaba en aquella inocencia que corría contenta arriba y abajo, detrás del balón, con una sonrisa feliz pintada en su rostro.

Jugaba solo y transmitía al mismo tiempo imitando la voz de algún cronista conocido.

Un pase al costado, otro a la derecha, ahora una picadita y después la chilena: la canchita improvisada se convertía a veces en un estadio vibrante de público y él en medio del equipo gambeteando su destino.

-¡Qué poco necesita un niño para ser feliz!

Pero quiso la tarde y su destino que en ese instante, como exhalación, surgiera de la nada el bólido fatídico, negro, cuatro puertas, veloz, cortando el aire… un agudo claxon, el chirriar de frenos, las ruedas que no responden… el niño quedó clavado inmóvil en el pavimento.

La pelota ignorante de todo, siguió su carrera calle abajo, sin mirar atrás, sin saber que ya nadie la seguía para detener su paso. Su destino redondo lo empujaba más allá del dolor. Era el fin del partido aquella tarde.

El coche siguió su carrera asesina, sin importarle nada, ignorante de todo. Una estela de polvo enlutado quedó flotando sobre el asfalto caliente mojado de sangre, en la tarde lila, por la callejuela de la muerte.

José Manuel trataba en vano de encontrar un hálito de vida en aquel montoncito de carne rosada y tibia que temblaba aún entre sus brazos, pero la angustia crecía sin respuesta.

La dama de la guadaña se lo estaba llevando. Levantó la vista buscando ayuda y encontró a todo el vecindario espantado en torno… y por la expresión de sus rostros se convenció que ya no había nada que hacer.

En la tarde lila por la callejuela de aquel barrio pobre, lloraban las vecinas y lloraba la madre; un llanto desesperado, cargado de ¿por que’s? de increíble dolor La fatalidad es muda, no tiene respuestas, sólo llaga sin avisar, y se lleva lo que viene a buscar… ahí va silenciosa con un niño en brazos, caminando lenta, rumbo al más allá.

El pelo revuelto, la sonrisa helada, un hilo de sangre corría de sus labios que hasta hacía un minuto transmitía el partido del siglo, con su vocecita de miel. La corriente fue cortada por una mano invisible, cruel y el partido acabó sin gol.

Duerme el niño junto a la asombrada pelota, un sueño inocente muy cerca de Dios, rodeado de querubines alados que lo invitan a continuar el juego.

Afuera, la pálida luna pone un beso de verano caliente, sofocante sobre aquel dolor, arrastrándose lenta y callada sobre el pavimento celestial, en espera del nuevo huésped.

En la noche morada, por la callejuela, se acerca un cortejo de niños, que silenciosos rodean el ataúd blanco y callado, juntan sus manos elevando una plegaria por el amigo que ya nunca gritará goooool.

Un ángel… una estrella más en el cielo, una madre más que llora en la tierra, una historia repetida en un barrio repetido.

Colón y Lérida, una esquina como otra cualquiera de nuestra ciudad con su caserío humilde y sus niños jugando a la pelota en medio de la calle.