sábado, 27 de junio de 2009

Mi viejo ciprés... (Ninfa Duarte)


Dios, a través de toda su creatura, se comunica con el hombre, el medio ambiente, plantas y animales, dan cuenta de ello. Basta que nos pongamos en sintonía con los seres que nos rodean y recibiremos las respuestas, tan claras que no habrá lugar a dudas.

Nunca estuve tan cerca de la verdad como ahora, o como cuando comprendí la grandiosidad de la obra de Dios. La corriente de sentimientos entre el hombre y los seres de la naturaleza es tan perfecta que nadie puede sustraerse a ella.

La historia que traigo, es prueba de ello. O por lo menos quisiera que la consideren así, y como ésta, hay muchísimas a lo largo de nuestras vidas.
Al terminar de leer estas líneas me darán la razón.

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Cuando visito a mis muertos tan queridos, no me canso de mirarlo de pie, erguido en el camposanto mi amigo el ciprés, siempre tan verde, altivo, de noble estirpe, amigo generoso. Y sé que suspira... si, yo lo sentí.

En las tardes solitarias, cuando la añoranza lastima el alma del viejo ciprés, he visto su pecho moverse suave, lentamente, al exhalar un suspiro muy hondo, por sus dolores o los míos, por su añoranza o mis ausencias.

Él es mi amigo, lo sé; está ahí siempre, me espera, me saluda con los suaves cabeceos rumorosos y frescos de sus ramas; me acompaña en silencio, respetando mi dolor y mi angustia. Con el movimiento callado de sus flexibles brazos, me consuela. Tiene alma, es blanca y hermosa como la de un niño. Durante el largo invierno de esperas y olvidos está triste y son lentos sus vaivenes, acompasados y lánguidos.

Pero cuando está alegre, lo hace notar con el tono cambiante de su follaje, viste colores de felicidad, como si riera y bailan sus brazos. He oído el tenue murmullo de sus hojas cuando canta, suena como un arrullo de palomas de la eucaristía, delicioso, amable.

Otras tardes, el viejo ciprés escucha mis plegarias y reza conmigo, con respetuoso silencio, con los brazos en cruz. En un delicado cuchicheo de sus ramas, hace confidencias, Las más elevadas dialogan con las blancas nubes, viajeras incansables del destino siempre cerca de Dios. Maravilloso ciprés!

Yo vi cómo alcanzaba esas nubes con sus largos dedos, movedizos y hermosos, acariciando la rubia cabecita de un querube; eran besos, que florecieron de mis lágrimas con las que tantos días regué las raíces de mi viejo ciprés. Humedad salobre cargada de amor.

¿Has sentido alguna vez cuando tu piel se vuelve terciopelo, con una tibieza indescriptible, que termina por hacerte suspirar, porque dentro del alma se remueve un escondido placer? Es un momento único, de comunión perfecta con la naturaleza y con Dios, su creador. Yo sentí en el pecho ese temblor de incomparable terneza. El corazón del querube bajó a mi alma, y supe entonces el deleite inmenso de ese beso suyo.

Hoy solo vine para hacerle confidencias a mi querido amigo. Nunca le dije ¡Gracias!... Gracias por cuidar a mis amados que ahí descansan bajo su sombra generosa, su frescura y su verdor. Por brindarles compañía. Por velar sus sueños cuando el frío penetra en las más oscuras hendijas del alma... Por ser amigo!

Hoy estuve ahí, regando sus pies con agua fresca, no con lágrimas. Me abracé a su tronco con mucha gratitud por ser un amigo fiel y hacerle sentir los latidos de mi corazón agradecido. Y me sorprendió lo que pasó.

¡Milagro de amor!... recibí a cambio, de sus hojas, una suave melodía que llegó hasta lo profundo de mi alma. Sisearon sus ramas balanceándose en un “graciasss” sin fin. ¡Estaba alegre! Sí... yo lo vi!

Bailaron sus ramas, danzando al ritmo acelerado de mi corazón, comulgando la alegría de ser “amigos”. Y no pude más que decirle bajito:
“te amo, mi viejo ciprés”.





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Besos, Ninfa